miércoles, 15 de febrero de 2012

Encuentros

En las mañana la rutina en el museo es igual: candados, botones, puertas y una pantalla que se enciende dejando ver las instrucciones del trabajo diario. Las 9am pareciera una hora ya muy tarde en un San José que se encuentra despierto desde la madrugada. Pero esta es una esquina en el barrio Amón que impone su propio camino y articula un lenguaje silencioso, dejando entrever los quehaceres del diario existir entre Capelanes, Herreros y Araujos, un escondite incongruente con una ciudad criticada por gris e indecorosa, por ser capital sin historia. Es aquí donde reposan aquellos seres silenciosos, quienes en un lienzo, pintura o fotografía, duermen el sueño de los olvidados. Entonces, ahí mismo, unas horas más tarde, lo que una vez fue objeto cobra vida. Conectando, dando luz, encendiendo y haciendo bulla, aquel video, aquella obra, aquella instalación de repente adquiere la vida de los observados, del interlocutor omnisciente del arte. Enciendo y activo dichas piezas con la esperanza secreta de que el llamado del arte sea escuchado por los transeúntes con una mayor fuerza.

Durante ese solemne ritual, caminar sobre los mosaicos amarillos, colores de una época de un San José olvidado (o quizás negado y reconstruido) inevitablemente se torna en el recorrido de un asimilar místico. Cuando a las 6pm todo aquello vuelve a su estado taciturno, quien empuja la puerta para encerrar aquí adentro ese misterio no imagina lo que al día siguiente hará la luz del día por aquellos “objetos”. Una vez más, las horas matutinas traerán vida al material que muchos verían como el capricho de una expresión meramente poética. Son ignorantes quienes, al pensar así, desechan la posibilidad del aprendizaje por medio de una conexión artística con un TODO más grande que el artista, el visitante, o el individuo mismo. Al ver y comentar, el contacto humano le confiere a dicha colección una energía activa, fuente de una humanidad mucho más poderosa que lo que se plasmó en el lienzo. Más allá del material escogido, o el medio deseado por quien en el arte busca su expresión, este pequeño museo guarda encuentros, conversaciones en potencia y un entendimiento que se mueve en un mundo superior a las palabras. Es un idioma que se entiende pero no se habla; miles de páginas se han escrito en un intento de aclarar aquello que el cuerpo capta sin necesidad de la explicación concreta.

La teoría siempre ha capturado el interés de quienes vivimos en ese mundo de representación y entendimiento supra-cognitivo, deseosos de abrir “ojos” ajenos a lo que el arte “explica” y, consiguientemente, limitados a permanecer meramente en lo visual. Los libros, los ensayos, las conferencias, las conversaciones, inclusive las apasionadas tardes de café o noches de vinos invertidas en buscar esclarecer nuestro pensar, son meramente secuelas de esa frustración humana que busca siempre alcanzar la tan usurpada “Verdad”. Es entonces cuando, sintiendo la energía que late de las piezas presentes en este espacio museal, se dilucida una realización difícil de acoger, pues viene meramente como un sentir del cuerpo, no una total aprehensión del saber intelectual. Aún entre estas letras y reflexiones, no se puede ni se podrá jamás terminar de explicar lo que con esa oración trato de exteriorizar.

Lo más cercano a una aclaración quizás se presenta (en complicidad con mi presente escrito) transmutado en una (sorpresa!) obra de arte. En una esquina de esa casa estilo Art Deco de 1934, sobre una plataforma blanca reposa un caracol hermoso, similar a aquellos con los cuales de niño uno “escuchaba el mar.” Pero este caracol en particular ha sido intervenido con una yuxtaposición. Irradiando hisopos (sí hisopos, de esos que las mamás le clavaban a uno en los oídos en busca de una limpieza profunda) la salida por la cual el mar nos cantaría sus andares se ve bloqueada por estos pequeños utensilios higiénicos. El paralelismo entre ambos objetos se fortalece al encontrar en ellos una cierta ironía, alcanzada por medio de su colaboración mutua, una que jamás hubiera sido posible de no ser por las puertas que se abren gracias a la plataforma artística. La obra, titulada Tímpanos (2008) del artista hondureño Adán Vallecillo, posa una contradicción: es tan clara y a la vez tan ambigua que se me hace complicado hablar de ella. La entiendo, porque se me presenta viva y comunicativa, pero si quisiera explicarla (y hasta cierto punto matar su misterio) me vería en una maraña de conceptos innecesarios, una jerga teórica y académica que francamente, muy a pesar de mi educación y contexto, no me interesa referenciar en lo más mínimo.

Adán Vallecillo, Tímpanos, 2008. Cortesía TEOR/éTica

Cada mañana cuando me le acerco, la interiorizo y me pertenece. Es quizás mi pieza favorita en toda la colección; en general la obra de Vallecillo me parece de las producciones más finas y atinadas de la región centroamericana y el arte contemporáneo en general. Pero lo que me atrae de Tímpanos es que me ha prestado su secreto, me ha susurrado el movimiento marino que se guardó en ella y fenomenológicamente se me ha transferido. Riéndome de los tecnicismos académicos, comienzo el día de trabajo en el museo sabiendo que la historia y la teoría no me pudieron jamás haber enseñado lo que ese encuentro diario me regala.

Diciembre, 2011

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