miércoles, 27 de junio de 2012

La Paradoja de “Ser” en Esta Latitud Centroamericana

Fui ausente. Durante años era meramente un ir y venir; mi cuerpo no estaba en Costa Rica, al menos no por más de tres meses seguidos al año. Se desapareció mi presencia y las gentes se olvidaron de su existencia, coincidiendo con mi propia transición y reacomode en latitudes distintas a las que me vieron nacer. Y sin embargo, nunca me sentí más “tica”, más ciudadana de mi patria, pues es solo al salir de mis fronteras que realicé lo que implica la identidad cultural de un país, y el mío ha luchado por encontrarse dentro de ese nicho que categoriza a cada pueblo según sus costumbres.

Ahora el tema de identidad es más candente que nunca; pareciéramos ser una generación que ha heredado el antagonismo de pertenecer a un lugar y ser hijos de la globalización simultáneamente. Así mismo, el deseo de recuperar un pasado citadino o unas costumbres que se diluyeron o mutaron, y el conflicto interno de “rechazar” lo ajeno, pero verlo también como impulso de un deseo de primer-mundismo que pudiera indicar un acercamiento a la ilusión de progreso, evidencian una pauta marcada por sociedades distintas a la nuestra, pero de cuyo dominio no se escapa nuestra geografía ni nuestras aspiraciones socio-culturales. Pregunto: ¿es eso necesariamente malo? ¿Hasta qué punto?

El imaginario de una percepción auténticamente costarricense existe en un plano semi-fantaseoso. ¿Será que hay en Latinoamérica un país tan “agringado” como el nuestro? ¿O por qué satanizar meramente a los vecinos del norte? ¿Existe en Centroamérica un país que se jacta, al punto que lo hacen los costarricenses, de ser los descendientes privilegiados de una Europa trasladada? Lo sé pues soy culpable de dicha concepción, de tal disparidad. Y no estoy sola…



Crecí en un ambiente dominantemente italiano. En mi familia, las cenas de navidad consisten de antipasto, lasagna y cappelletti in brodo (hechos desde cero) y un buen budino e chiacchere o zuppa inglese de postre. Han habido años en los cuales diciembre no trae regalos, los trae la Befana el 6 de Enero. Oimos Toto Cutugno, Adriano Celentano o Richi e Poveri y cantamos "Azzurro" como el himno italiano que es. Mi abuelo me ponía zarzuelas en una casetera y me enseñaba como se bailaba cuando él era joven en Cavezzo, aquel pequeño pueblo que lo vio crecer. 



Cavezzo, Italia, 1978.
Aprendí a rezar en italiano y mi tía nos dormía con canciones de cuna en ese mismo idioma. Somos Ferraristas no solo por la trayectoria que tiene il cavallino rampante, si no porque es el orgullo de Italia. Durante su vida, mi abuelo anduvo casi exclusivamente en un Fiat o en un Alfa Romeo por la misma razón. 

Maranello,  Italia, sede de la Ferrari, 2001.
En mi casa rara vez había arroz y frijoles de almuerzo; lo que se comía era pasta en todas sus variaciones. Pasta al dente, no vaya ser que se pasen de cottura los fettuccini, los spaghetti o los maccheroni al pettine o se corre el riesgo de una discordia familiar en la cocina. 

Y por otro lado, con menos fuerza, quizás porque su incorporación a la sociedad costarricense por ahí del s.XIX fue anterior a la de mi abuelo italiano a mitad del s.XX, se encuentra el legado alemán. Mi apellido materno no me permite negar mis raíces teutonas, y aunque nunca sentí apego al Deutschland como lo siento hacia L’Italia, me enorgullece saber que en mi genética hay algo de esa gran nación a la cual admiro. Tal vez de ahí heredé mi amor por la ingeniería y los motores, o mi deseo de cultura, arte subversivo y buen diseño. 

Y aún esto no me hace menos tica ni me convierte en despreciativa de mi lugar de nacimiento. Ni tampoco me hace creerme italiana ni europea. Tengo razones para de vez en cuando ponerme una camiseta azul con la bandera verde, blanca y roja o para alegrarme cuando Alemania le pasa por encima al resto de Europa en la Eurocopa. Pero con un derecho de apoderamiento puedo afirmar que Costa Rica es mi país, y que soy orgullosamente tica, lo que sea que eso signifique.

Cuando me fui para Savannah, Georgia, me hacían falta los pejibayes. Me despertaba a un paisaje plano y me daba ansiedad la falta de montañas que me rodearan. Las playas allá eran extrañamente ajenas, porque aún teniendo islas y un puerto cerca, no todo lo que tiene mar y arena es una playa para quien creció con Guanacaste o Puerto Viejo a solo unas horas de distancia. Me emocionaba oír "Danza Kuduro" en los clubs gringos (sí, a ese punto llega uno, pues cualquier acercamiento es nostálgico) y los afterparties terminaban en un buen baile de salsa o a veces unas lecciones a mis compatriotas latinoamericanos de cómo bailar pirateao’, ese brincadito que tanto les intrigaba. 

SCAD International Food Festival. Savannah, GA, 2008.
Hablaba español reprimiendo mis tiquismos para ver si acaso los Hondureños, Panameños, Mexicanos o Ecuatorianos me lograban entender. Entonces cuando se juntaban los ticos aquello era un cantar inconsciente de dichos. Y aunque el español de mi abuela Colombiana me heredó una erre distinta a la “ewvrre” que acecha a los ticos, igualmente nos gustaba tratar de descifrar el acento que no percibíamos cuando estábamos en el país y, a manera de juego nostálgico, exagerábamos el habla popular del costarricense.

A la vez, esta experiencia terminó de agregar otra capa de multiculturalismo. Hablo la mitad en inglés y la mitad en español, y confieso que escribir este texto sería mucho más fácil si pudiera utilizar frases que mejor se expresan en uno u otro idioma (tengo siempre google translate abierto). Así, algo me quedó de aquella cultura sureña, de mis amigas californianas o de mi roommate de Wisconsin, de mi amigo de Rio de Janeiro, de mi compañera Francesa o de mi casi hermana de Filipinas. Aprendí a no disculparme si se me salen frases en italiano, a no sentirme mal por tirar anglicismos, y a estar agradecida de haber nacido en Latinoamérica, porque, a pesar de todos los males, somos demasiado chivas y no existe otra cultura a la cual me gustaría más pertenecer. 

¿Seremos, como me dice una cierta personita, híbridos culturales? 
Así pareciera ser. 

Una vez tuve una bonita conversación con respecto a la denominación “nacional” cuando se habla de música “nacional”. Sobra mucho qué decir sobre el tema y se desarrollará en otro texto, pero en una casi-conclusión llegué a ver, más allá de la música, que nadie pareciera caber en la categoría de “nacional” en el contexto costarricense, y creo que en esa falta de clasificación determinada se esconde nuestro "ser". Insistimos en vernos como homogéneos, pero mejor celebramos nuestra pluralidad porque de ahí hay mucho que aprender sobre nuestra identidad chiquill@s. Yo conté mi historia, pero aseguro que no se diferencia tanto de la de muchos.

Este jueves mis dos apellidos se verán las caras en la Eurocopa, una disputa que terminará en goles y eliminación. Como ávida seguidora de ambas selecciones y del buen fútbol, inevitablemente uno me dará una alegría y el otro me dará una tristeza (indudablemente el dolor será mayor si es Italia quien se va…em, sí, ya me he ido preparando). Pero a pesar de lo dicho, siempre me preguntaré qué se sentirá tener una selección nacional que no solo va a mundiales, sino que tiene posibilidad real de ganarlos… pues honestamente La Mía, humildemente, a penas lucha por un campo en la hexagonal.


domingo, 24 de junio de 2012

Nadie Me Dirá Mi Nombre

Propio o ajeno. A mi me lo pusieron sin tener yo palabra. Lo recuerdo todos los días cuando alguien se refiere a mi en alguna de las variaciones distorsionadas que se derivaron del nombre que heredé de mi padre y escogió mi madre. María Paola. Como si no fuera largo, compuesto y hasta un poco serio, la intención de mis progenitores, en toda su buena voluntad de honrar mi ascendencia italiana, era que se pronunciara mi segundo nombre en la lengua materna de mi padre. Páola… “sí, como si tuviera tilde en la ‘a’” me veo repitiendo constantemente. No Paola. No Paula. PÁOLA.

Sobra decir que en el país hispanoparlante en el que nací la única persona que pronuncia bien mi nombre aparte de mi papá (manda güevo, él se llama Páolo… sí, con tilde en la 'a') es mi abuela paterna. Entonces, sobrevivo sin nombre, pues cada persona ha ideado ya sea una manera de obviar la peripecia que presenta, o decidido quedarse con la denominación referencial que le parece más cómoda, aún cuando esto mutile el elemento que más me identifica, mi nombre. He considerado cambiarlo, inclusive en ciertos círculos soy simplemente Lola, abreviado del afectivo apodo con el cual me bautizó mi abuelo: Palola.

No me siento como una “María Paola” pero tampoco soy ni María, ni Paola. El María me parece un relleno, una excusa para un nombre compuesto. Pero me ha sido útil. "La María", me dice una amiga. Si a los ticos les costaba mi nombre, la llegada a la universidad en Estados Unidos no me facilitó la tarea. No me quedó más que llamarme “Mawria” para todo aquel angloparlante que conocí durante mis estudios superiores.

Recientemente, de vuelta en mi tierra madre, confrontada con nuevas amistades que se incorporan en mi historia, ha surgido de nuevo este enigma. ¿Como presentarse si uno no tiene nombre? Y ahí que me he dado cuenta cuanto pesa un nombre. A raíz de esta dificultad decidí trazar esa etimología personal que constituyó mi nominación. La raíz de un nombre proviene de una complicidad de elementos con los cuales poco tiene uno que ver. Es una decisión que se hace anterior a nuestra existencia, un factor determinante que afecta nuestra trayectoria y en el cual no hay democracia.

Me pregunto que se sentirá que a su nombre se le haga referencia como tiene que ser, llamarse Laura, Isabel o Cristina, tener la certeza de que cuando uno se presenta a una nueva persona no están maquinando erróneamente en su mente la gramática de un complicado nombre en apariencia sencillo. Me llaman Paula o Paola y ganas me sobran de corregirlos con un grito, ya es cansado. Me llaman María y es la costumbre la que responde. Me llaman Pao, Palola, Lola, Palolis y lo siento cercano y hasta me da confianza. Pero nadie, sin una previa explicación de mi parte, me dirá Mi nombre.